El mago montaba una bicicleta roja, anticuada, de llantas anchas y una única marcha de piñón fijo. Delante, en un cesto de mimbre, iba una perrita mestiza con apariencia de terrier. Detrás del sillín, atada al portaequipaje, había una mochila marrón de aspecto raído que ocultaba la totalidad de sus posesiones mundanas a los ojos curiosos.
No tenía mucho, pero sus necesidades eran pocas. Al fin y a la postre, era el mago y si le faltaba algo lo hacía aparecer con un conjuro.
Era más robusto que delgado, con una larga barba canosa y una corona de cabello gris y crespo que sobresalía por debajo del sombrero, negro y de copa alta, como una hiedra enredada en un alero. Sujeto por la cinta del sombrero llevaba un ramillete de flores silvestres secas y tres plumas: una blanca, de un cisne; una negra, de un cuervo; una marrón, de un búho. La chaqueta era de un alegre tono azul, el color del cielo en una hermosa mañana estival. Bajo ella llevaba una camisa, tan verde como un prado recién segado. Los pantalones eran de pana marrón remendados con parches de cuero y piezas cuadradas de tratan; las botas tenían un color amarillo dorado intenso.
Su edad era un enigma: sólo podía decirse que andaba entre los cincuenta y los sesenta. La mayoría de la gente suponía que era otro indigente más sin hogar -más pintoresco que la mayoría y, desde luego, más alegre, pero un indolente, de todas formas- ; por consiguiente, el olor a manzanas que parecía seguirlo como una estela causaba siempre sorpresa, al igual que el buen humor que iba de la mano de una aguda inteligencia en sus vivos ojos azules. Cuando levantaba la cabeza y uno encontraba su mirada bajo el ala del sombrero, el impacto de esos ojos era una brusca sacudida, un diamante en bruto.
Se llamaba John Windle, que podía significar, si uno era de los que atribuyen significado a los nombres, “favorecido de Dios” por su nombre de pila, en tanto que su apellido tenía diferentes interpretaciones, como “cesto” “zorzal de alas rojas” o “perder vigor y fuerza, consumirse”. Todos podían ser verdad, pues llevaba una vida fascinante; su mente era un gran tesoro que guardaba un cúmulo de experiencia, rumores e historias a partes iguales; poseía una voz musical, de timbre agudo y claro. Cuando se vive en una ciudad, uno se va acostumbrando a sus personajes más estrafalarios y finalmente se los mira al pasar casi con familiar afecto: la señora de las palomas, con sus descoloridos vestidos y su carrito de la compra lleno de bolsas de
alpiste y migas de pan. Papel Jack, el viejo negro, con sus horóscopos chinos y sus primorosas figuritas de papel.. El vaquero alemán, vestido como un extra de una película del oeste italiana, que pronunciaba largos discursos en su lengua nativa a los que nadie prestaba atención.
Y por supuesto, el mago.
Wendy St.James lo había visto muchas veces -vivía y trabajaba en el centro, que era por donde el mago rondaba con más frecuencia- pero nunca había hablado con él hasta un día de otoño, cuando los árboles empezaban a vestirse con sus galas otoñales.
Estaba sentada en un banco a orillas del río Kickaha; era una mujer pequeña, de aspecto frágil, vestida con pantalón vaquero y camiseta blanca, cazadora de piel marrón, con la cremallera desabrochada y zapatos de tacón. En lugar de bolso, llevaba una desgastada mochila que había dejado en el banco, junto a ella; se inclinaba sobre una libreta de tapas duras y pasaba más tiempo mirándolo que escribiendo en él. El cabello, tupido y rubio, con un centímetro y medio de raíces más oscuras, le llegaba a la base del cuello, al estilo paje. Mordisqueaba el extremo del bolígrafo, clavando los dientes en el plástico para inspirarse.
Era un poema lo que la había hecho detenerse mientras paseaba y dejarse caer pesadamente en el banco. Había brillado en su mente hasta que sacó la libreta y el bolígrafo. Entonces huyó, tan imposible de alcanzar como un sueño que se desvanece. Cuanto más empeño ponía en recobrar el impulso que había despertado su deseo de ponerse a escribir, más intangible se volvía, como si nunca hubiese existido. La molesta presencia de tres adolescentes haciendo payasadas en el césped, a pocos metros de donde ella se hallaba, no ayudaba tampoco.
Los contemplaba iracunda cuando vio que uno de ellos tomaba un palo y lo arrojaba contra la rueda de la bicicleta del mago, que pasaba por el camino que bordeaba el río. El palo se metió entre los radios. La perrita saltó del cesto, pero el mago cayó en un revoltijo de piernas, brazos y ruedas que giraban. Los chicos se marcharon a la carrera, riendo; la perra los persiguió unos pocos metros al tiempo que ladraba estridentemente y luego regresó veloz a donde su amo había caído.
Wendy había dejado la libreta y se había acercado al hombre cuando el animal llegó junto a su amo.
-¿Se encuentra bien? -le preguntó al mago mientras lo ayudaba a desenredarse de la
bicicleta.
El mago no respondió de inmediato. Su mirada siguió a los muchachos que escapaban.
-Quién siembra vientos... -musitó.
Wendy siguió su mirada y vio que el chico que había arrojado el palo tropezaba y se iba de bruces al suelo. El batacazo del adolescente se produjo tan seguido a las palabras del mago que, por un instante, le dio la impresión de que en realidad él había provocado la caída del muchacho.
Volvió la vista hacia el mago, pero éste se había sentado y manoseaba un desgarrón de sus pantalones de pana, que ya tenían un montón de remiendos. El le dirigió una fugaz sonrisa que se reflejó en sus ojos y Wendy, sin saber por que, pensó en papá Noel. La perrita empujó con el hocico la mano del mago y se la apartó del desgarrón. Pero el roto había desaparecido.
Wendy se dijo que debía haber sido alguna arruga en la tela lo que había visto. Nada más.
Ayudó al mago, que renqueaba, a llegar al banco y después volvió a recoger su bicicleta. La perrita subió de un brinco al regazo del mago.
-Que perra tan lista -comentó Wendy mientras le daba unas palmaditas- ¿Cómo se
llama?
-Jengibre -contestó el mago como si fuera algo tan evidente que no entendía que hubiese tenido que preguntarlo.
-Pero... si no es de color castaño ni por asomo -dijo Wendy sin pensar.
El mago sacudió la cabeza en un gesto de negación.
-Es de lo que está hecha... Es una perra de pan de jengibre. Toma.
-Arrancó un pelo de la espalda de la perra, que se sobresaltó. El viejo le ofreció el pelo
a Wendy.
-Pruébalo.
-No gracias, respondió con un gesto de asco.
-Como quieras. Se encogió de hombros, se metió el pelo en la boca y lo masticó con deleite. -¿De dónde crees que viene? -le preguntó el mago.
-¿Se refiere a su perra?
-No, a la especia.
-No lo se. De alguna clase de planta, supongo.
-Ahí es donde te equivocas. Esquilan perros de pan de jengibre, iguales a nuestra pequeña Jengibre y muelen el pelo hasta que queda un polvo muy fino. Luego lo ponen a secar al sol durante un día y medio... que es como adquiere ese color castaño dorado.
Wendy comprendió que era hora de poner punto final a este encuentro y escurrir el bulto.
-¡Eh! -exclamó al ver que tomaba su libreta y empezaba a hojearla-. Eso es personal.
Él rechazó la mano que se tendía hacia la libreta y siguió pasando hojas.
-Poesía -dijo. Y son unos versos muy bonitos, por cierto.
-Por favor...
-¿Te han publicado alguna?
-Dos recopilaciones -repuso y añadió-: Y unas cuantas vendidas a revistas literarias.
-Románticas, pero con un toque muy optimista -comentó el mago mientras seguía hojeando la libreta donde todos sus comienzos fallidos y borradores incompletos quedaban expuestos a sus ojos.
Wendy no podía creer que estuviera manteniendo esta conversación. ¿Quién era este hombre? ¿Un profesor de literatura renegado que vivía en la calle como un filósofo de la vieja escuela?
El mago se volvió para dedicarle una sonrisa encantadora.
-Porque eso es lo que esperamos del futuro ¿no? Que la imaginación llegue más allá del presente, no para atisbar el sentido de cuanto nos rodea, sino para poder ver, simplemente...
El mago cerró la libreta y la miró largamente, sus ojos eran increíblemente azules y brillantes bajo el ala de su extraño sombrero.
-John quiere enseñarte algo -dijo.
-¿John? -Wendy parpadeó desconcertada y miró a su alrededor.
Se dio unos golpecitos en el pecho con el pulgar...
-John Windle es como me llaman los que saben mi nombre.
-Oh.
-¿Qué es ese algo? -preguntó Wendy con cautela.
-No está lejos.
Wendy miró su reloj. Su turno empezaba a las cuatro, es decir, dentro de dos horas, así que tenía tiempo de sobra. Pero estaba segura de que, por muy interesante que fuera su acompañante, no era la clase de persona con la que quería implicarse más de lo que ya lo había hecho. La dicotomía entre lo absurdo y lo trascendental que salpicaba su conversación la hacía sentirse incómoda. No es que creyera que el mago era peligroso.
-Lo siento -se disculpó-, pero no tengo tiempo.
-Es algo que creo que sólo tu puedes, si no comprender, sí al menos apreciar.
-Estoy segura que es fascinante, sea lo que sea, pero...
-Entonces, vamos.
Le devolvió la libreta y se puso de pie, dejando resbalar a Jengibre, que saltó al suelo a la vez que emitía un agudo ladrido de protesta. El mago tomó a la perra, la metió de nuevo en el cesto de mimbre que colgaba del manillar y llevó rodando la bicicleta hasta la parte delantera del banco, donde se quedó esperando a Wendy.
Ésta abrió la boca para protestar, pero luego pensó: bueno ¿y por qué no? En realidad no parecía peligroso y sólo tenía que asegurarse de permanecer en sitios frecuentados por la gente.
Lo siguió por el paseo del parque hacia donde los jardines municipales daban paso el recinto de la Universidad. Dejaron el camino y atravesaron el recinto de la universidad por los jardines, hacia la biblioteca, sorteando los grupos de estudiantes dedicados a todo tipo de actividades. Cuando llegaron a la biblioteca, siguieron sus paredes tapizadas de hiedra para llegar a la parte trasera del edificio, donde el mago se detuvo.
-Ahí tienes -dijo haciendo un gesto que abarcaba el área detrás de la biblioteca-. ¿Qué ves?
La vista que tenían era un espacio abierto de terreno con edificios al fondo. Como había estudiado allí, Wendy los reconoció: el Centro de Estudiantes, el Pabellón de Ciencias y una de las residencias. El paisaje tenía el aspecto de haber experimentado recientemente una remodelación general. Todos los lilos y espinos blancos habían sido podados, las malezas ahora no eran más que una capa de rastrojo y justo en el centro se alzaba un enorme tocón.
Habían pasado quince años por lo menos desde que Wendy había tenido alguna razón para venir aquí, detrás de la biblioteca, y todo estaba muy cambiado. Miró en derredor, con la pregunta “¿Qué hay en esta imagen que no encaja?” flotando en su mente. Esto había sido un pequeño reducto del bosque silvestre cuando ella asistía a Butler, apartado de los cuidados jardines y setos que daban un aire tan pintoresco al resto de la universidad. Pero recordaba haberse escabullido hasta aquí, con una libreta en la mano, y sentarse bajo el inmenso...
-Todo está cambiado -dijo lentamente-. Han limpiado toda la maleza y han cortado el roble...
Alguien le había dicho una vez que ese árbol era -había sido- una rareza. Pertenecía a una especie que no era nativa de América del Norte -el Quercus robur, o roble común de Europa- y se suponía que sobrepasaba los cuatrocientos años, lo que lo hacía más antiguo que la universidad, y más incluso que la propia Newford.
-¿Cómo han podido talarlo así, sin más? -preguntó.
El mago señaló con el pulgar por encima del hombro, hacia la biblioteca.
-El hombre de los libros es quien lo ha ordenado. No le gustaba la sombra que daba en su oficina. No le gustaba mirar por la ventana y ver un pedazo de naturaleza indómita escondido aquí, incomodando su sentido del orden.
-¿El bibliotecario mayor? -inquirió Wendy.
El mago se encogió de hombros.
-Pero ¿es que nadie protestó? Sin duda, los estudiantes...
En su época de universitaria habría habido protestas. Los estudiantes habrían formado una cadena humana alrededor del árbol, impidiendo que nadie se acercara a él. Habrían acampado allí, día y noche. Habrían...
Miró el tocón y sintió una opresión en el pecho, como si alguien la hubiese envuelto en cuero mojado que ahora empezaba a secarse y contraerse.
-Ese árbol era el amigo de John -dijo el mago-. El último amigo que me quedaba. Tenía diez mil años y lo han cortado.
Wendy lo miró de soslayo. ¿Diez mil años? ¡Estaba exagerando ahora, o qué?
-Su muerte es un símbolo -continuó el viejo-. El mundo ya no tiene tiempo para historias.
-Creo que no lo entiendo.
Se volvió para mirarla. Los ojos brillaban con una extraña luz bajo el ala oscura de sus sombrero.
-Era un Árbol de Cuentos -explicó-. Quedan muy pocos, igual que quedan muy pocos como yo. Guardaba historias, todas las historias que el viento le traía que tuviesen algún valor, y con cada una de esas historias que oía, crecía.
-Pero siempre habrá historias -dijo Wendy, metiéndose a fondo en el ámbito de la conversación aunque no acababa de entender su relevancia en la situación presente-. Hoy en día se publican más libros que nunca en la historia del mundo.
El mago la miró con gesto desabrido y volvió a señalar la biblioteca con el pulgar.
-Ahora hablas como él.
-Pero...
-Hay historias e historias -la interrumpió-. Las que tienen algún valor cambian tu vida para siempre, quizá sólo en cosas insignificantes pero, una vez que las has oído, entrar a formar parte de ti para siempre. Las nutres y las trasmites, y difundirlas te hace sentirte bien. Las otras son sólo palabras en una página.
-Lo se -repuso Wendy.
Y, en cierto sentido, así era, aunque no era algo en lo que se hubiese parado a pensar en realidad. Más bien, era una especie de conocimiento instintivo que siempre había estado presente en su interior y surgía ahora en su consciente como si las palabras del mago lo hubiesen hecho salir.
-Ahora todo son máquinas -prosiguió el viejo-. Es un mundo... ¿cómo lo llaman? Ah, si. Un mundo de alta tecnología. Fascinante, desde luego, pero John cree que separa a mucha gente, que empobrece la experiencia del ser humano. Ya no hay sitio para las historias con trascendencia, y eso no está bien, porque las historias son parte del lenguaje de los sueños; no surgen de un escritor, sino de un pueblo. Se convierte en la voz de una nación, de una raza. Sin ellas, la gente pierde contacto consigo misma.
-Está hablando de mitos -señaló Wendy.
El mago sacudió la cabeza.
-No específicamente, no en el sentido clásico de la palabra. Tales mitos sólo son parte de la historia colectiva que está recogida en un Árbol de Cuentos. En un mundo tan pesimista como se ha vuelto éste, esa historia colectiva es todo cuanto queda para guiar a la gente a través de la creciente oscuridad que está invadiendo todo. Sirve para crear una sensación de tener facultad de elección, la posibilidad de permanencia escapando de la nada.
Ahora sí que Wendy empezaba a perder realmente el hilo de su argumento.
-¿Qué es exactamente lo que quiere decir? -preguntó.
-Un árbol de Cuentos es un acto de magia, de fe. Su existencia se convierte en una ratificación del poder que el espíritu humano puede tener sobre su propio destino. Las historias sólo son historias. Entretienen, hacen reír o llorar; pero, si tienen un fondo, llevan en si mismas una resonancia más profunda, que perdura mucho tiempo después que se haya dado vuelta la última página o de que el narrador haya terminado de contar su relato. Ambos aspectos de la historia son necesarios para que tenga trascendencia.
Guardó un prolongado silencio y después añadió:
-En caso contrario la historia continúa sin ti.
Wendy lo miró interrogante.
-¿Sabes lo que significa “por siempre jamás” -preguntó el mago.
-Supongo que si.
-Es la conclusión de un cuento. La clase de cuento que comienza con “érase una vez”.
Es el final de la historia, cuando todos regresan a casa. Eso es lo que dijeron al final de la historia en la que estaba John, pero John no estaba prestando atención y se quedó atrás.
-Me parece que no entiendo muy bien de qué está hablando -dijo Wendy.
¿Parecer?, pensó. Estaba completamente segura. Todo era tan... en fin, no exactamente absurdo, pero sí extraño. E inconexo con el modo en que funcionaba el mundo con el que estaba familiarizada. Pero lo más raro era que todo cuanto decía el viejo seguía causándole una especie de cosquilleo en lo más hondo de su ser, de manera que, a pesar de no entenderlo del todo, una parte de ella si lo comprendía. Una parte escondida detrás de la persona que se ocupaba de los asuntos cotidianos de su vida, quizá la misma parte de su ser que plasmaba un poema en una página vacía, donde hasta entonces no habían existido las palabras. La parte de su ser que era maga.
-John cuidó del Árbol de Cuentos -continuó el mago-. Ya que John había quedado fuera de su propia historia, querría asegurarse de que, al menos, las historias mismas perduraran. Pero un día se alejó demasiado en sus vagabundeos, como hizo cuando su historia estaba terminando y, al regresar, el árbol no estaba. Cuando volvió le habían hecho esto.
Wendy guardó silencio. A pesar que era una figura cómica, con sus ropas chillonas y su aire de Papá Noel, no había el más leve atisbo de humor en la repentina angustia que denotaba su voz.
-Lo siento -dijo.
Y era verdad. No sólo por compadecerse de él, sino porque, a su modo, también había amado a ese viejo roble. Y al igual que el mago, supuso, también había pasado mucho tiempo sin aparecer por aquí.
-En fin -dijo el viejo. Se limpió la nariz con la manga y miró a otro lado-.John sólo quería que lo vieses.
Se montó en su bicicleta y rascó a Jengibre detrás de las orejas. Cuando miró de nuevo a Wendy, sus ojos relucían como diminutos fuegos azules.
-Sabía que lo entenderías -añadió.
Sin darle tiempo a responder, se puso en marcha y, dando brincos al pasar por la superficie irregular del jardín, se alejó pedaleando y la dejó sola en lo que una vez había sido un lugar salvaje y que ahora ofrecía un aspecto triste, desolado. Pero entonces vio moverse algo en el centro del enorme tocón.
Al principio no fue más que un débil rielar en el aire, como una onda de calor. Wendy avanzó un paso y se detuvo cuando la reverberación se definió en un diminuto arbolillo.
Mientras lo contemplaba, inició la lenta y sublime danza de las imágenes de una película de exposición múltiple, los brotes de hojas se desplegaron, se hicieron más grandes, crecieron como un rondó, con un tema de compases básicos que delimitaba dos melodías totalmente separadas. El crecimiento era el tema, en tanto que las melodías a cada extremo empezaron con el diminuto arbolillo y terminaron con un roble desarrollado por completo, tan majestuoso como el coloso que se alzaba originalmente allí. Cuando alcanzó su máxima altura, pareció que una luz emanaba de su tronco, de las raíces bajo tierra, de cada hoja de anchas indentaciones y carente de pedúnculo.
Wendy lo miró fijamente, con los ojos desorbitados, y después avanzó con la mano extendida. Tan pronto como sus dedos tocaron el brillante árbol, la imagen se deshizo y flotó en el aire como niebla hasta que desapareció sin dejar rastro. Una vez más, todo cuanto quedaba era el tocón del árbol original.
La visión, combinada con la opresión que sentía en el pecho y la tristeza que había despertado en ella el mago, se resolvió en palabras que se sucedían en su mente, pero no las escribió. Lo único que pudo hacer fue seguir allí parada, mirando el tocón del árbol, durante un largo rato, hasta que, por fin, dio media vuelta y se marchó.
El Café de Kathryn estaba en la calle Battersfiekd, en Loverncrowsea, a no muchas distancia de la universidad pero al otro lado del río, y lo bastante lejos para que Wendy tuviese que darse prisa para no llegar tarde al trabajo. Sin embargo, era como si un agujero negro se hubiese tragado las dos horas que separaban su encuentro con el mago y el inicio de su turno. Llegó con retraso a trabajar; no fue mucho, pero vio que Jilly ya había tomado los pedidos de dos mesas que se suponía estaban a su cargo.
Corrió al servicio y se cambió los vaqueros por una falda negra y corta. Metió por la cinturilla la camiseta, se sujetó el cabello en un moño hueco, y después salió con precipitación, soltó la mochila y cogió la libreta donde anotaba los pedidos del estante que había detrás del perchero de empleados.
-Pareces cansada -le dijo Jilly cuando, por fin, Wendy salió al comedor.
Jilly Coppercorn y Wendy guardaban cierto parecido. Ambas eran pequeñas, de constitución delgada y rasgos delicados y atractivos, aunque el cabello de Jilly era rizoso y de un tono castaño oscuro; el mismo color natural del pelo de Wendy. Las dos trabajaban como camareras, pero reservaban sus verdaderas energías para las ocupaciones artísticas: Jilly en su pintura y Wendy en su poesía.
Se habían conocido cuando empezaron a trabajar juntas en el restaurante, pero se hicieron buenas amigas desde el primer día que hicieron el turno juntas.
-Me siento confusa -respondió Wendy al comentario de Jilly.
-¿Qué tú estás confusa? Pues fíjate en el de la mesa cinco. Ha cambiado de opinión tres veces desde que pidió la primera vez. Me voy a quedar aquí y esperaré cinco minutos antes de pasar la nota de su último pedido a Frank, por si acaso decide que quiere cambiar otra vez.
-Y entonces protestará por la lentitud del servicio y te dejará muy poca propina -dijo Wendy con una sonrisa.
-Si es que deja algo.
Wendy puso la mano sobre el brazo de Jilly.
-¿Estás ocupada esta noche?
-No. -Jilly sacudió la cabeza-. ¿Qué pasa?
-Necesito hablar con alguien.
-Estoy a vuestras órdenes, señora -repuso Jilly al tiempo que hacía una pequeña reverencia que obligó a Wendy a sofocar una risita, y después volvió la vista hacia la mesa cinco-. ¡Vaya hombre! Ya está llamándome otra vez.
-Dame su nota -dijo Wendy-. Yo me ocuparé de él.
Cuando terminaron su turno y salieron del restaurante, hacía tan buena noche que echaron a andar hacia la parte trasera del edificio, recorrieron un corto callejón por el que se salía a una pequeña franja de césped y luego bajaron hacia el río. Una vez allí se sentaron en el pretil de piedra, con las piernas colgando sobre la perezosa corriente.
Reinaba una gran calma. Por algún capricho del viento, el tráfico de la calle Battersfield no era más que un lejano rumor, como si entre donde estaban sentadas y la concurrida calle, hubiese algo más, aparte del edificio que albergaba el restaurante, que amortiguara el sonido.
-¿Te acuerdas de aquella vez que fuimos de acampada? -empezó Wendy, después de haber permanecido sentadas un rato en afable silencio-. Sólo estábamos tu, LaDonna y yo. La primera noche nos sentamos en torno a la hoguera y narramos cuentos de fantasmas.
-Si, lo recuerdo. -Jilly sonreía-. Tu sólo contaste relatos de Robert Aickman y cosas por el estilo... todos sacados de libros.
-En cambio, tu y LaDonna afirmabais que vuestras narraciones eran reales, y por mucho que intenté que alguna de las dos admitiera que las habíais inventado, no hubo forma.
-Porque eran de verdad -dijo Jilly.
Wendy recordó a LaDonna contándoles que había visto a Pies Grandes en el cementerio y las historias de Jilly acerca de un tipo de duendecillo terrestre, llamado gemmin, que había visto en la misma parte de la ciudad, y de una raza de criaturas parecidas a los goblins que habitaban en las ruinas subterráneas de una antigua ciudad que había bajo la red del metro de Newford. Apartó la vista del río y miró a su amiga.
-¿Crees de verdad esas cosas que me contaste?
-Claro que si. Son verdad. -Jilly hizo una pausa y se acercó más a su amiga, como si intentara ver su expresión en la oscuridad-. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido Wendy?
-Creo que acabo de tener mi primera experiencia directa con lo sobrenatural.
Al no haber comentario alguno por parte de Jilly, Wendy siguió contándole su encuentro con el mago a primera hora de la tarde.
-Se porque lo llaman “el mago” -terminó-. Lo he visto sacar flores de detrás de las orejas de la gente y todo este tipo de trucos de ilusionismo que hace, pero esto era diferente. Durante todo el tiempo que estuve con él tuve la sensación de que había realmente algo mágico en el aire, algo mágico de verdad, como una especie de vibración a su alrededor. Y después, cuando vi el... Supongo que fue una visión del árbol... En fin, que no se que pensar.
Mientras hablaba había estado mirando al río, con la vista clavada en la oscuridad de la orilla opuesta. Ahora se volvió hacia Jilly.
-¿Quién es? -preguntó-. O, tal vez, debería preguntar qué es.
-Siempre he pensado en él como en una especie de espíritu -comentó Jilly-. Un fragmento suelto de un mito que se quedó atrás, cuando todos los demás se fueron adonde quiera que vayan los mitos cuando dejamos de creer en ellos.
-Algo así fue lo que dijo él. Pero ¿Qué significa, Jilly? ¿Qué es en realidad?
Jilly se encogió de hombros.
-Quizá lo que no es tan importante como el hecho de que es.
Ante la expresión perpleja de Wendy, añadió: No se explicar o mejor. Yo... mira, digamos que no es tan importante el que sea o no se lo que dice que es, sino que lo dice. Que lo cree.
-¿Por qué?
-Porque es cierto lo que te dijo -repuso Jilly-. La gente está perdiendo contacto consigo misma y con los demás. Necesitamos historias porque son realmente lo único que no une. Chismorreos, anécdotas, chistes, historias... esas son las cosas que antes intercambiábamos unos con otros. Mantenían abiertas las líneas de comunicación, nos permitían ponernos en contacto con regularidad. En eso se basa también el arte. De eso se trata. Mis pinturas y tus poemas, los libros que escribe Christy, la música que interpreta Geordie: Todas son líneas de comunicación.
Pero ahora cuesta más mantenerlas abiertas, porque a mucha gente le es más fácil establecer una relación con un televisor que con otra persona. Se tragan ese bombardeo continuo de datos, pero ya no saben que hacer con ellos. Cuando hablan con otros, es todo superficial. “¿Cómo estás?” “Que buen tiempo hace”. No tienen más opiniones que las que han recogido de los que aparecen en televisión. Creen que están informados, pero lo único que hacen es repetir los puntos de vista expresados por los presentadores de tertulias televisivas y por los comentaristas de las noticias. Se les ha olvidado como escuchar a la gente de verdad.
-Todo eso lo se -dijo Wendy-. Pero ¿Qué tiene que ver todo ello con lo que el mago me ha mostrado esta tarde?
-Creo que lo que intento decir es que defiende unos valores más antiguos, eso es todo.
-De acuerdo, pero ¿Qué quería de mi?
Jilly permaneció callado un rato. Contemplaba el río, sus ojos prendidos en la misma oscuridad que Wendy había estado mirando mientras relataba su encuentro de la tarde.
En dos ocasiones Wendy estuvo a punto de preguntar a su amiga qué estaba pensando,
pero las dos veces se contuvo. Finalmente, Jilly se volvió hacia ella.
-Quizá quiere que plantes un nuevo árbol -dijo.
-Pero eso es absurdo. No sabría por dónde empezar. -Wendy suspiró-. Ni siquiera se si creo en el Árbol de Cuentos.
Pero entonces recordó la sensación que habían despertado en ella las palabras del mago, la sensación de familiaridad, como si le estuviese recordando algo que ya sabía, algo que no era nuevo para ella. Además, estaba la visión del árbol...
Suspiró otra vez.
-¿Por qué yo? -preguntó.
Sus palabras parecían ir dirigidas a la noche, más que a su compañera, pero fue Jilly quien le respondió. La noche calló su consejo.
-Voy a preguntarte algo -dijo Jilly-, y no quiero que pienses la respuesta. Limítate a decirme lo primera que se te ocurra, ¿de acuerdo?.
Wendy asintió, con un gesto dubitativo.
-Si te concediera un deseo, cualquier cosa, sin límites ¿qué pedirías?
Con el estado actual del mundo, Wendy no vaciló en responder:
-La paz mundial.
-Bien, ahí lo tienes -sentenció Jilly.
-No te entiendo.
-Preguntabas por qué te eligió el mago, y esa es la razón. La mayoría de la gente habría pensado en primer lugar que quería para si misma. Ya sabes: montones de dinero, o vivir para siempre... este tipo de cosas.
-Pero si no siquiera me conoce -objetó Wendy, sacudiendo la cabeza.
Jilly se levantó y tiró de su amiga para que hiciera lo propio.
-Vamos -dijo-. Echemos un vistazo al árbol.
-Sólo es un tocón.
-Da igual. Vamos.
Wendy no estaba segura de por qué se sentía reacia, pero como había hecho por la tarde, se dejó conducir de vuelta al recinto de la universidad.
Nada había cambiado, salvo que esta vez todo estaba oscuro, lo que otorgaba a la escena, al menos en opinión de Wendy, una sensación aún más desoladora.
Jilly estaba muy callada a su lado. Se adelantó a Wendy y agachándose junto al tocón, pasó la mano por la parte superior.
-Había olvidado por completo este sitio -comentó suavemente.
Claro, pensó Wendy, Jilly también había ido a la universidad, como ella, y en la misma época, más o menos, aunque entonces no llegaron a conocerse.
Se agachó al lado de su amiga, y sufrió un pequeño sobresalto cuando Jilly le cogió la mano y se la puso sobre el tocón.
-Escucha -dijo Jilly-. Casi puede sentirse el susurro de una historia..., un último eco...
Wendy se estremeció, a pesar de que la noche era muy agradable. Jilly se volvió hacia ella. En ese momento, la luz de las estrellas reflejada en los azules ojos de su amiga le recordó a Wendy los del mago.
-Tienes que hacerlo -declaró Jilly-. Tienes que plantar un nuevo árbol. No fue sólo el mago quién te eligió: también te eligió el árbol.
Wendy ya no estaba segura de nada. Toda la situación parecía una locura y, sin embargo, mientras escuchaba a Jilly, casi creía en ello. Por otro lado, ése era uno de los dones de Jilly: hacer que lo más extraño pareciera normal. Wendy no sabía si podía llamarse don o algo así; pero, fuera lo que fuera, Jilly lo tenía.
-Tal vez deberíamos hablar con Christy para que lo hiciese él -señaló-. Después de todo, es escritor de cuentos.
-Christy es un hombre encantador, pero a veces se preocupa más del estilo que de la historia en sí.
-Bueno, yo no soy mucho mejor. Me paso dándole horas vueltas a una misma estrofa, o incluso a una sola línea.
-¿Para demostrar tu talento? No. Para que quede bien.
Jilly rastrilló con los dedos el rastrojo que pasaba por ser césped en torno a la base del tocón de roble. Encontró algo y lo puso en la mano de Wendy. Ésta no tuvo que mirarlo para saber que era una bellota.
-Tienes que hacerlo -repitió Jilly-. Planta un nuevo Árbol de Cuentos y aliméntalo con historias. Todo depende de ti.
Wendy apartó la vista del brillo de los ojos de su amiga y miró el tocón. Recordó su conversación con el mago y su visión del árbol. Cerró los dedos sobre la bellota con fuerza, y sintió clavársele en la piel las rugosidades de la caperuza.
Quizá sí dependía de ella, se encontró pensando.
El poema que compuso aquella noche, después de dejar a Jilly y regresar a su pequeño departamento en Ferryside, le salió de un tirón, configurado y completo. El acto de pasarlo a un papel fue una mera formalidad.
Después se sentó frente a la ventana largo rato, con la libreta en su regazo y la bellota en la mano. La hizo rodar despacio sobre la palma, atrás y adelante. Finalmente, dejó ambas cosas en el antepecho de la ventana y se dirigió a la pequeña cocina. Rebuscó en el armario de debajo del fregadero hasta encontrar una maceta vieja, que llevó al patio trasero y la llenó con tierra, una fértil marga, tan oscura y misteriosa como ese rincón indefinible de su ser que era la fuente de las palabras que colmaban su poesía y que se había removido en reconocimiento de las palabras del mago.
Cuando volvió a la ventana, puso la maceta entre sus rodillas. Arrancó la hoja de la libreta donde había escrito el nuevo poema, envolvió la bellota en el papel y la plantó en la maceta. La regó hasta que la tierra quedó empapada, después colocó la maceta en el antepecho, y se fue a la cama.
Esa noche soñó con los gemmins de Jilly, esbeltos geniecillos que aparecían en el exterior del edificio de tres plantas que albergaba su apartamento, y se asomaban por la ventana para mirar la maceta en el antepecho. Por la mañana, al levantarse, le contó la historia a la bellota plantada.
El otoño dio paso al invierno y la vida de Wendy discurrió por los mismos cauces de siempre. Trabajaba por turnos en el restaurante y en sus poemas, veía a sus amigos, inició una relación con un tipo que conoció en una fiesta que Jilly celebró en su ático, pero todo se fue al garete al cabo de un mes.
La vida siguió.
El único cambio se centraba en torno al contenido de la maceta en el antepecho. Como si el diminuto brote verde que empujaba para abrirse paso a través de la oscura tierra fuera su amante, cada día le contaba todas las cosas que le habían ocurrido a ella y lo que pasaba a su alrededor. A veces le leía sus historias favoritas de antologías y recopilaciones, o artículos interesantes de revistas y periódicos. Acosaba a sus amigos pidiéndoles historias que a veces transmitía a la minúscula planta hablándole en voz queda pero animada, y otras veces convencía a sus amigos para que vinieran a su apartamento y contaran ellos mismos los cuentos.
A excepción de Jilly, LaDonna y los dos hermanos Riddell, Geordie y Christy, la mayoría de la gente pensaba que estaba un poco chiflada. Nada serio, por supuesto, pero su forma de actuar era rara, de todas maneras.
A Wendy no le importaba.
En alguna parte del mundo había otros Árboles de Cuentos, pero eran escasos... si se daba crédito al mago. Y ella le creía ahora. No tenía pruebas, solo fe; aunque, curiosamente, la fe parecía bastarle. Pero, puesto que creía, sabía que era más importante que nunca que la planta a su cuidado floreciera.
Con la llegada del invierno, cada vez había menos gente en la calle. Estaban bajo cubierto, si tenían esa opción, o quizá habían emigrado a climas más cálidos, como las golondrinas. Pero Wendy todavía veía a los más habituales por sus recorridos acostumbrados. Papel Jack se había marchado, pero la mujer de las palomas alimentaban a sus aves diariamente, y el vaquero alemán continuaba con sus monólogos rimbombantes, aunque ahora lo hacía por lo general en los andenes del metro. Vio también al mago, pero ninguna de las veces lo bastante cerca para tener ocasión de hablar con él.
Para la primavera, el brote verde de la maceta se había hecho un arbolillo de casi treinta centímetros de altura. En los días más cálidos, Wendy lo ponía en los escalones del porche trasero, donde podía tomar el aire y disfrutar el calorcillo creciente del sol de la tarde. Todavía no estaba segura de lo que iba a hacer con él cuando estuviera demasiado crecido para seguir en la maceta.
Pero tenía algunas ideas. Había un sitio en el parque Fitzhenry, llamado Jardines Silenus, que estaba dedicado al poeta Joshua Stanhold. Le parecía que quizá sería un lugar apropiado para plantar el arbolillo.
Un día, a finales de abril, estaba delante de la biblioteca pública en Lower Crowsea, apoyada en el manillar de su bicicleta mientras admiraba la llamativa pincelada amarilla de unos narcisos en contraste con la piedra gris de la pared del edificio, cuando, más que ver, percibió una bicicleta roja que se paraba en la acera, a sus espaldas. Dio media vuelta y se encontró mirando los alegres rasgos del mago.
-Ya es primavera -dijo el viejo-. Una época para olvidarse, por fin, del frío y la humedad y la oscuridad y pensar en el verano. John puede sentir el despertar de los brotes de las hojas, las flores abriéndose. Flota en el aire una gran sonrisa por el resurgir de las plantas.
Wendy dio unas palmaditas a Jengibre antes de buscar con la mirada el azul sorprendente de sus ojos.
-¿Y un Árbol de Cuentos? -preguntó-. ¿Puede sentirlo crecer?
El mago esbozó una gran sonrisa.
-A él sobre todo -repuso. Hizo una pausa para ajustar el ala de su sombrero y después le lanzó una mirada maliciosa. Ese Stanhold tuyo -añadió- fue un excelente poeta... y un estupendo narrador de historias.
Wendy no se molestó en preguntarle cómo sabía lo que planeaba hacer. Se limitó a devolverle la sonrisa.
-¿Tiene alguna historia para contarme? -inquirió.
El viejo frotó uno de los botones de la chaqueta azul claro.
-Creo que si -repuso. Dio unas palmaditas a la mochila que llevaba en el portaequipaje- . John tiene un termo lleno de té de la mejor calidad, aquí mismo en su bolsa. ¿Por qué no buscamos un sitio agradable donde sentarnos cómodamente, y te contará cómo consiguió esta bicicleta mientras nos tomamos una buena taza de té caliente?
Empezó a pedalear calle abajo sin esperar respuesta de Wendy, quien lo siguió con la mirada; sus ojos se detuvieron en la pequeña terrier, sentada muy erguida en el cesto, con la cabeza vuelta hacia atrás, mirándola.
Creyó sentir una vibración en el aire, que provocó una sensación de júbilo en su pecho. Se levantó un soplo de viento que le revolvió juguetonamente el cabello, echándoselo a la cara. Mientras se lo retiraba con la mano, pensó en el arbolillo metido en la maceta en los peldaños traseros de su apartamento, pensó en el viento, y supo que las historias empezaban ya a cosecharse sin necesidad de que ella las transmitiera.
Pero quería escucharlas, de todas formas.
Montó en su “bici” de diez marchas y pedaleó deprisa para alcanzar al mago.