Muy buen artículo que analiza los contenidos de la literatura fantástica, autoría de Natalia González de la Llana Fernández.
La creatividad es, sin duda alguna, una cualidad que goza de buena prensa. Ese don que nos permite movernos más allá de las fronteras que la realidad nos impone y nos lleva a descubrir algunos de los secretos que la naturaleza nos oculta, o a desarrollar ideas que transgreden los límites de nuestra experiencia cotidiana, caracteriza en gran parte nuestra humanidad y nos diferencia cualitativa y cuantitativamente de otras especies.
Es famosa la afirmación de Albert Einstein de que la imaginación es más importante que el conocimiento. La imaginación, la fantasía, nos ayudan a contemplar lo que nos rodea desde una perspectiva original y novedosa, nos ponen ante los ojos soluciones impensables a problemas que parecían no tener respuesta posible, nos abren la puerta a mundos paralelos que nos hacen reflexionar sobre el universo en el que vivimos y replantearnos los valores en que basamos nuestra existencia.
Y, sin embargo, curiosamente, en el ámbito de la literatura o de la ficción en general, lo fantástico ha sufrido a menudo el desprecio de los que defendían la superioridad de las narraciones realistas, más serias, más importantes. La fantasía ha sido minusvalorada por “contar mentiras”, por alejarnos de la realidad, como si el producto de nuestra mente no formara también parte de nuestra realidad.
Se pueden encontrar elementos fantásticos en la literatura de todos los tiempos, fenómenos sobrenaturales que distinguen ciertos relatos de otros que pretenden mostrarnos nuestro entorno tal como lo conocemos.
Frente a autores como Pérez Galdós, que ofrece en sus novelas un retrato de la sociedad española del siglo XIX, Edgar Allan Poe, Julio Cortázar o J. R. R. Tolkien describen situaciones, personajes o historias que no tienen cabida en un mundo regido por las leyes que definen el nuestro.
Sin embargo, todas estas narraciones son también, como es obvio, muy diferentes entre sí. ¿Es, entonces, literatura fantástica cualquier obra que tenga un elemento sobrenatural? ¿Nos encontramos ante un mismo tipo de ficción cuando nos enfrentamos a una historia que se desarrolla entre elfos, enanos y otras criaturas feéricas en un contexto como la Tierra Media que cuando leemos un relato en el que un hombre comienza a vomitar conejitos, como le ocurre al protagonista de Carta a una señorita en París?
David Roas nos dice que para que una obra pueda ser considerada como literatura fantástica no basta con que aparezca lo sobrenatural de forma anecdótica: tiene que encontrarse en la base de la historia. Este género literario no puede funcionar sin la presencia de lo sobrenatural entendido como lo que transgrede las leyes del mundo real. Por eso la trama se sitúa en un espacio similar a él, un espacio cuestionado por un fenómeno que hará dudar al lector sobre la consistencia de lo que le rodea.
En ese sentido, el cuento mencionado de Cortázar sí sería un texto fantástico, puesto que nos relata una historia que tiene lugar en nuestro mundo, pero que transgrede sus leyes, ya que no parece muy habitual que nadie se ponga a vomitar conejitos como si tal cosa. Esta transgresión que también encontramos en los cuentos de terror de Allan Poe o en la narrativa corta de Jorge Luis Borges, por citar algunos ejemplos, no puede dejar impasible al lector, que se ve obligado a replantearse su concepto de lo que es real y lo que no, que tiene que enfrentarse a la posibilidad de que el universo que lo envuelve no corresponda con la imagen que se había formado de él.
Por eso se puede afirmar que la inquietud o la desazón son elementos fundamentales de lo fantástico. Tanto el personaje como el lector se quedan perplejos ante la idea de que lo sobrenatural se haya producido efectivamente, de que la estabilidad de su mundo tal como lo han concebido hasta ese momento se resquebraje ante sus propios ojos. ¿Cómo no llegar a dudar de lo que nos rodea e, incluso, de quiénes somos?
Frente a la presencia de este “miedo” y el desenlace normalmente trágico, como la muerte o la locura, que caracterizan a la verdadera literatura fantástica, nos encontramos otro tipo de literatura de fantasía que, sin embargo, es bastante diferente de la que acabamos de describir. Es lo que los críticos han dado en llamar literatura maravillosa (un ejemplo evidente sería El señor de los anillos). Esta forma de ficción se desarrolla en un mundo secundario, cuyas leyes no son las mismas que rigen nuestro universo, y tiene un final feliz en el que el bien se impone al mal.
En este género, lo sobrenatural no entra en conflicto con nuestro concepto de realidad. Los magos, los dragones y las hadas que aparecen en los cuentos populares no son fantásticos en la medida en que no cuestionan nuestro mundo. Los personajes que habitan estas historias aceptan los encantamientos y los sucesos extraordinarios de todo tipo como algo normal. Lo sobrenatural desde la perspectiva de nuestra realidad es, por tanto, plenamente natural en el nuevo mundo inventado.
Si, tal como afirmábamos antes, la ficción fantástica tiene, en algunos círculos, menos prestigio que la realista por ser considerada como una forma de evasión, lo maravilloso está aún un escalón por debajo de ella. Al fin y al cabo, los autores que se han dedicado a la literatura fantástica se encuentran dentro del canon y aparecen en todas las historias de la literatura. Mientras que el género de lo maravilloso, la llamada high fantasy en inglés, queda habitualmente relegada al ámbito de la paraliteratura, de la ficción popular, que para algunos es prácticamente lo mismo que decir que se trata de textos de escasa calidad artística.
Ya hemos dicho que la literatura fantástica pretende, de algún modo, hacer reflexionar sobre la naturaleza de lo que llamamos realidad, pero ¿qué nos aporta la literatura maravillosa? ¿No busca esta, efectivamente, una huida hacia otros universos, poblados de elfos y otras necedades inexistentes? ¿No nos invita a refugiarnos en una burbuja absurda solo apta para los más jóvenes o los menos cultos?
En La infancia recuperada, Fernando Savater, parafraseando a Walter Benjamin, nos explica que el interés práctico y el consejo sapiencial forman parte del carácter esencialmente esperanzador de la narración (entendiendo esta como un género opuesto al de la novela burguesa). La utilidad de estas narraciones puede ser una moral, un proverbio o una regla para la vida, pero, en cualquier caso, el narrador es alguien que da un consejo al que lo escucha. La aventura del relato se toma como propia, y el narrador se basa en su propia experiencia o en la fidelidad a la memoria que conserva su sabiduría para señalar al oyente los peligros que puede encontrarse en el camino e indicarle cómo superarlos. La novela moderna, por el contrario, nace para contar la desazón del hombre traicionado por todas las historias, por la memoria misma.
En la narración, tal como dice Savater, al héroe todo se le vuelve bien, nada malo puede pasarle, incluso aunque sea derrotado, algo que algunos entienden como una ingenuidad digna de burla: “pero no: noble y generosa ingenuidad, nacida libre, que aún no separa el bien del triunfo del bien, ni el mal de la derrota del mal y hace que el héroe avance seguro e invulnerable hasta el corazón mismo del infierno, probando aun allí que, a fin de cuentas, el bien es lo más práctico, lo más verdadero, lo único con que se puede efectivamente contar y que ni la muerte puede desmentir tan relampagueante evidencia”.
¿No podemos entender la obra de Tolkien como una narración en el sentido de Benjamin? ¿No son los relatos épicos de la Tierra Media una orientación para la vida como lo eran los cuentos populares o las leyendas antiguas? Seguramente muchas de las obras que pertenecen a este género son de segunda clase y se limitan a repetir esquemas y tópicos, pero no nos engañemos, eso ocurre también en la literatura más realista: los relatos de calidad son la excepción.
Y, sin embargo, hay novelas como las firmadas por este autor británico, filólogo y especialista en literatura medieval, que conservan la sabiduría transmitida de generación en generación por las historias tradicionales, y que tienen, además, un carácter iniciático y preparan para la vida.
El triunfo final, el final feliz no son muestra de un infantilismo ridículo, sino que, como el propio Tolkien nos dice en su ensayo sobre los cuentos de hadas, tienen una función consoladora. La “eucatástrofe” es, en su opinión, la función más elevada y la forma natural de este tipo de relatos. Por más peligros o infortunios que encuentre el héroe, la narración siempre dará un giro que lo conducirá hacia el éxito. No se niega la existencia del dolor ni del fracaso, puesto que estos son necesarios para disfrutar de la alegría de la liberación. Rechaza, eso sí, sin embargo, incluso contra toda evidencia, la derrota definitiva universal, y se convierte así es un “evangelio” que ofrece esperanza al lector.
Dice el refrán que sobre gustos no hay nada escrito (aunque, en realidad, han corrido ríos de tinta sobre los gustos “correctos” e “incorrectos”), y, en ese sentido, cada cual es libre de leer lo que le plazca y de sentirse atraído por un tipo de ficción u otro. Pero desprestigiar a la ligera ciertos géneros como escapistas o superficiales dice, a mi entender, más sobre el crítico que sobre el texto comentado. La literatura fantástica, hija de nuestra modernidad, nos invita a cuestionarnos nuestra idea del mundo y con ello nos inquieta, mientras que la literatura maravillosa, heredera de nuestras tradiciones más antiguas, nos sirve de guía y nos asegura que, en contra de todas las apariencias, se puede vivir desde la esperanza.
Natalia González de la Llana Fernández
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