31/3/10
29/3/10
Leéte: La Noche (Guy de Maupassant, 1887)
AMO la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.
Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.
El caso es que ayer –¿fue ayer?– Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año –no lo sé–. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba, o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y crusa.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto párecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían arboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destelleantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez, sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château–d'Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo.
Le pregunté: –¿Amigo, qué hora es?
–¡Y yo que sé! –gruñó–. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...
«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía?", me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic–tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos escalones más... luego la arena... el fango... y el agua... hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría... casi helada... casi detenida... casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.
26/3/10
Momentos Imborrables: La Tiendita del Horror (1986)
El momento imborrable de hoy no incluye a la planta asesina, que por otro lado tenía la excelente voz de Levi Stubbs, sinó al dentista sádico por excelencia. Steve Martin en el papel de Orin Scrivello regala una de sus mejores interpretaciones humorísticas. ¡Oh, Mama!
25/3/10
J.J. Abrams vs King
¿Qué opinará Stephen King del curso que está tomando la serie Lost, co-creada por el exitoso J. J. Abrams? Quienes hayan leído su libro "The Stand" (La Danza de la Muerte, o Apocalipsis en su versión extendida), sabrán de lo que hablo.
Virgil Finlay: el rey del pulp (Parte 2)
23/3/10
The Descent 2 (2009)
Hace 5 años, el director Neil Marshall nos regalaba una de las mejores películas de terror de la última década. Desde el Reino Unido llegaba El Descenso, la historia de seis amigas que, para ayudar a una de ellas tras la muerte de su hija y marido, decidían practicar espeleología en los montes Apalaches. El descenso a las cuevas se convertía rápidamente en una pesadilla: no sólo porque debían enfrentar derrumbes y violentas criaturas hambrientas de carne humana, también las amenazaba el lado más oscuro de la naturaleza humana.
Saben ya mi opinión sobre remakes y segundas partes. Aunque en un principio me alegró poder estar de regreso en aquellas peligrosas cuevas, pronto el gremlin que habita el lado izquierdo de mi cerebro apagó de un baldazo todo entusiasmo. ¿Para qué hacer una continuación, si el final de la primera parte era perfecto? Y no hablo del final bonito, exigido por los salames/gilipollas/mensos de siempre, sinó de aquel que mostraba a Sarah, la única superviviente, perdida en ese submundo y consumida por la locura. Audaz. Inesperado. Desolador.
La segunda parte retoma el falso desenlace que muestra a Sarah alcanzando la superficie. Transcurrieron un par de días desde la desaparición de las chicas, y las cuadrillas de búsqueda estan a punto de darse por vencidas. La irrupción de la sobreviviente reaviva las esperanzas y tres expertos en cuevas y dos oficiales de la ley la arrastrarán de nuevo al infierno. Ella acepta dócilmente sólo porque sufre una amnesia traumática que borró todo recuerdo de los humanoides caníbales. ¿Hallarán a las chicas? ¿Los derrumbes seguirán a la orden del día? ¿Los monstruos conservarán su mal humor?
Contra el pronóstico oficial debo reconocer que la película es bastante digna. Era difícil superar al original, sobre todo teniendo en cuenta que Marshall sólo la produjo. La dirección, esta vez, estuvo a cargo de Jon Harris, un tipo que viene del campo de la edición. En su haber de cortar y pegar encontramos films como Stardust, Snatch, la esperada Kick-Ass, y por supuesto, The Descent. Tal vez por ello esta segunda parte es muy fiel al estilo del anterior director, y grandes aciertos como el clima de opresión y el ritmo tenso continúan intactos.
No obstante en otros aspectos la película decae y deja de tener la brillantez de la primera. Por ejemplo, los protagonistas ya no tienen el carisma de aquellas muchachas capaces de repartir sacrificio y traiciones por partes iguales. Aquí son una excusa para volver a la cueva y morir lo antes posible: personajes planos y hasta ridículos, como el del sheriff obsesionado con culpar a Sarah de la muerte de sus amigas sin ninguna evidencia. Un malo de cartulina.
Las criaturas ya no despliegan la violencia sucia que las caracterizaba sinó que despliegan su actividad depredadora con movimientos demasiado coreografiados, salvo en las secuencias finales donde la cosa se pone difícil. Y otra decisión del director que resta, es la sobreiluminación de los monstruos. Las tomas de sus rostros resultan demasiado limpias, y no generan el escalofrío que provocan cuando son sólo sombras corriendo por ahí.
Lo mismo se puede decir del nivel de tripas y sangre del film y la forma en que se expone la carnicería en la pantalla. A mi mente viene una película reciente que se regodeaba de la misma manera, explícita y hasta infantil, con hemorragias y asquerosidades en primeros planos. Me refiero a Drag me to Hell, de Sam Raimi. Los chorros de sangre en The Descent 2 son muy pero muy generosos y siempre caen sobre los rostros y dentro de las bocas de las víctimas, con una precisión que asombra. Es probable que Harris intentara reirse un poco del género, sobre todo teniendo en cuenta una escena escatológicamente divertida que sorprende al espectador desprevenido pasada la mitad del film.
Hechas estas apreciaciones, estamos preparados para disfrutar una secuela livianita pero que no traiciona el espíritu general de la mitología: sobresaltos calculados, ríos de hemoglobina y un ambiente claustrofóbico que quita el aliento. Sorprenderá, como en la primera parte, la resolución de la historia. Cada uno debe decidir si le resulta convicente.
¡ASÍ SÍ!: Entretiene. La espléndida banda sonora original irrumpe cada tanto intensificando la angustia. Las cuevas conservan su aura de horror intacta.
¡ASÍ NO!: Algunas situaciones, sobre todo una que ocupa los últimos veinte minutos, podrían haberse desarrollado mejor. No puedo contar más.
Nota: Esta entrada estuvo a punto de no ser publicada nunca. Luego de 3 horas de elaboración, y abriendo blogspot para publicarla, la compu se cuelga. Al reiniciar, el archivo doc no abría. Ningún programa de recuperación funcionaba. Dándome ya por vencido, y teniendo decidido no volver a escribirla, se me ocurre ver los archivos ocultos dentro de la misma carpeta del documento. Había varios temporales. Renombro el de la hora más alta a doc, lo abro...¡y milagro! Ya saben qué hacer cuando les pase algo parecido.
21/3/10
Portadas de: Revista Eerie (parte 9)
19/3/10
Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010)
La premisa argumental combina las dos obras literarias que protagoniza la muchachita del título: “Alicia en el país de las maravillas”, publicada por primera vez en 1865, y “A través del espejo y lo que Alicia encontró allí”, de 1871. Del primer libro toman los personajes más representativos: el sombrerero loco, el conejo blanco, el gato de Cheshire, la oruga azul, y el ejército de naipes. Del segundo se utilizan a las dos reinas (Blanca y Roja, fusionando a esta última con el personaje de la Reina de Corazones del primer libro), los gemelos Tweedledum y Tweedledee, y un ejército de piezas que remiten al juego de ajedrez.
Alicia ya tiene 17 años y está a punto de recibir una propuesta matrimonial impuesta por su entorno familiar. Tras huir de la ceremonia termina cayendo por el agujero que la lleva a Wonderland, sitio en el que estuvo cuando niña pero del que apenas recuerda detalles. Para ella esos sucesos remiten a un casi olvidado sueño de la infancia. Pero el regreso no es casual: sus antiguos amigos están reclutándola para que acabe con el dominio de la Reina Roja, que ha convertido el otrora esplendoroso mundo en un paraje triste y ceniciento. El regreso de la paz será posible de cumplirse una profecía que parece involucrar a la propia Alicia, y que dice que un caballero de larga cabellera restablecerá el orden tras aniquilar a una bestia gigante llamada Jabberwocky (nombre exraído del libro de poesía invertida que encuentra en A través del espejo...)
Contrariamente a lo comentado por allí, debo aclarar que es cierto que la película tiene una impronta Disney muy fuerte, pero no precisamente por ser un producto orientado al público infantil. En este sentido Burton supo representar muy bien la oscura desesperanza impuesta por la reina Roja, creando un mundo que ningún niño recordará con entusiasmo. Los colores son opacos, sombríos, y la vida parece subsistir a duras penas. Donde se nota el sello del estudio del ratón es en la linealidad simplona de la historia, y en la inclusión de personajes y situaciones que intentan agregar simpatía a la fuerza, y parecerse a reconocidos éxitos de taquilla (Narnia, El señor de los Anillos). Así tenemos perritos que hablan, una familia de cachorritos que provocan suspiros, y criaturas fantásticas parecidas a dragones.
Uno de los principales defectos del guión reside en dar por sentado que el público ya conoce los libros originales. Así, detalles como las intenciones de los personajes, el porqué de sus conductas y su pasado apenas se exponen, dejando agujeros desconcertantes en la trama y la sensación de que muchas cosas suceden por capricho. El tedio va creciendo, además, de la mano de una aventura que transcurre a los saltos y sin conflictos que mantengan el interés a largo plazo. Secuencias muy largas (como la estadía en el castillo de la Reina Roja) contrastan con otras muy cortas y desaprovechadas (el escape al castillo de la Reina Blanca). Y en el medio, eventos simples que no generan ni sorpresa ni emoción, por lo repetidos y previsibles. El toque de ironía y audaz locura que esperábamos de Tim Burton, simplemente no está (salvo algún que otro breve chispazo que sabe a poco).
Las actuaciones, aunque no sorprendan, por lo menos no defraudan,. Mia Wasikowsca, a pesar de ser algo insípida, compone una Alicia creíble, ya crecida y apática como corresponde a su personaje. Johnny Depp, después de la espectacular composición de Jack Sparrow, puede interpretar a cualquier desequilibrado que, sabemos, lo va a hacer bien. Anne Hathaway fue criticada por su edulcorada reina Blanca, pero hay que tomarlo como lo que es: una parodia. Se comprueba con su repentino cambio de actitud sobre el final del film. Y Helena Bonham Carter, todos coinciden, entrega la mejor actuación de la película haciendo de una Reina Roja soberbia e irritante. ¿Alguien dijo Crispin Glover? Pues hace de Crispin Glover. Y eso, inexplicablemente, nos gusta (¡ese sí que está loco de verdad!).
El fuerte del film, como era de esperar, recae en los rubros técnico y artístico. El diseño de arte es magnífico, y allí sí se observa la mano del Burton que queremos: bosques siniestros, plantas grotescas, rostros que flotan en el agua y personajes que no encajarían como muñecos de peluche (la cara de degenerado del gato de Cheshire no se puede creer). Los efectos digitales, como la interacción de la Alicia gigante o reducida con su entorno, o el rostro ampliado digitalmente de la Reina Roja, son sencillamente increíbles. Y el 3D, como sucedía en Avatar, aporta la cuota de asombro y magia que promete. Por lo menos durante la primera mitad de la proyección. Porque a medida que uno se acostumbra al 3D, y la historia se va tornando más y más aburrida, no hay novedad tecnológica que evite algún que otro bostezo.
Hacia el final la cosa se pone algo interesante, pero hasta ahí nomás. Aparecen trazos de humor tardío, y un poco de acción (breve, apenas correcta) que recurre a una explícita simbología cristiana. No habrá leones que resuciten como Cristo, pero sí una Alicia, mezcla de Juana de Arco y San Jorge, que se enfrenta al “dragón” en nombre del bien.
La experiencia en su conjunto le servirá a Alicia para madurar y enfrentar los problemas irresueltos del mundo real, y para que la platea se levante con una mueca de descontento que molesta.
¡ASÍ SÍ!: El tono oscuro general de la obra. El breve flashback que recrea el primer viaje de Alicia: ¡cómo no filmaron el original!
¡ASÍ NO!: El bailecito final del Sombrerero. Vergonzoso.